El despertador suena antes del amanecer, arrancándome de un lugar más feliz. Hace no tanto, mi trabajo, que antes me apasionaba, se convirtió en una fuente inagotable de frustración. ¿era falta de habilidad?, según el equipo no lo era, pero las responsabilidades, empezaron a apilarse sobre mí como fichas de dominó en un juego al que no pedí unirme. Al principio, con la arrogancia de quien cree que puede con todo, pensé que lo lograría. Pero las fichas seguían cayendo, y pronto me vi superado.

Las noches en la oficina se extendían, con pantallas que mantenían mis ojos abiertos, pero no mi mente. La satisfacción que una vez encontraba en cada línea de código se desvanecía, dejando un vacío insoportable. Mientras yo luchaba por mantenerme a flote, veía a mi jefe manejar las mismas tareas con una facilidad irritante. Le odiaba y le envidiaba a partes iguales, y esa dualidad me desgastaba.

Desesperado, recurrí a esos libros de management que había leído sin fe. Me descubrí en situaciones que antes había mirado con escepticismo. ¡Por qué no presté más atención!, me repetía. La teoría debería ser suficiente como cuando aprendía a usar un nuevo framework pero entendí que liderar no es tan simple. Me acordé de cómo me enfrentaba a programar las partes complejas, las que no tienes ni idea de por donde empezar, con ensayo y error. Recordé que aprendí a programar con ensayo y error, pidiendo consejo, algo que olvidé en mi afán de controlarlo todo desde la teoría.

Descubrí que la práctica diaria y salir de la zona de confort son insustituibles. Ahora, cada pequeña victoria hace que el día a día sea más llevadero. No soy perfecto, pero ya no me atormenta. Estoy aprendiendo, paso a paso, gracias a las killer skills, a ser el líder que mi equipo necesita.